viernes, 12 de noviembre de 2010

Rondando por el puerto

La radiación de las armas zorth, convenientemente dirigida y sintonizada, puede provocar en el soldado un estado de euforia muy adecuado para el combate. Sin embargo, a medio plazo crea un estado de disociación que impide la comprensión de las órdenes y acaba por estimular la indisciplina. En cuanto a los efectos físicos, el coste de sustituir los pulmones del soldado después de la dosis máxima recomendada de 3 CEZ (cápsulas equivalentes de zorth) desaconseja su uso en los ataques masivos de infantería.

Iliana Ho: Uso militar de sustancias. Guía de Buenas Prácticas



Aunque se suponía que no era una zona turística, la trasera del puerto estaba llena de pequeños locales rebosantes de gente. Junto a sus puertas, auténticas nubes de zumboinsectos susurraban ofertas sobre una extraordinaria variedad de drogas y licores. En algunas entradas se congregaban enormes colas de personas que esperaban para entrar. Estuve pensando en incorporarme a una de ellas —al fin y al cabo, si todos querían entrar allí, es que aquel bar merecería la pena— pero finalmente decidí buscar algo más exótico.



Tres cuadras más allá de la última taberna para turistas, llamé a una puerta bajo la cual se filtraba un poco de luz. Me abrió un individuo de una especie que no conocía —un ser bípedo de unos dos metros de alto con anchos hombros y unos gruesos brazos que terminaban en tres garras— y, después de echarme un vistazo con una expresión en que se mezclaban la invitación y la sorna, me dejó bajar unas escaleras que terminaban en una gruesa cortina de plastiacero.


Al otro lado había una oscura sala donde dos docenas de seres llegados de todos los rincones del universo (aunque mayoritariamente humanos) sorbían o inhalaban silenciosamente diversas drogas sin prestar demasiada atención a la bailarina que evolucionaba en una plataforma elevada. De vez en cuando remolineaba entre las mesas una camarera de una belleza que hubiera considerado inhumana de no ser por su mirada de hielo.


Tomé asiento en un puff que, inmediatamente, se ajustó a mi cuerpo. En la mesa flotó un perfume a vainilla, sándalo y canela mientras una nube de còrpúsculos comenzaba a oscilar formando silenciosas preguntas e invitaciones. En vez de transmitir mi comanda directamente a la mesa, esperé a la camarera, como me dio la impresión que hacía el resto de la parroquia.


Cuando llegó a mi, supe inmediatamente lo que iba a pedir. No lo había pensado antes, pero cuando me miró le dije que quería una mascarilla y unas cápsulas negras de Saip.


—Es caro. ¿Está seguro de que podrá pagarlo?


Pensé en la tarjeta que me había dado la compañía. Hasta el momento, había evitado cuidadosamente cualquier gasto superfluo, así que no debería ser un problema. Saqué la tarjeta y se la tendí a la camarera. El contacto de nuestras manos sobre su superficie de seudomarfil selló el trato. Miré con tristeza la nueva cifra que aparecía en mi medio de pago y lo volví a esconder en mi bolsillo. Poco después, aquella belleza volvió junto a mi para depositar en la mesa un equipo de inhalación y tres pequeñas esferas de color negro, del tamaño de semillas de maíz. Ajusté la máscara a mi rostro, introduje una de las esferas en el equipo de inhalación y preparé mi cerebro para resistir el choque.


Durante el servicio militar había experimentado, como todos, el Zorth. El seguro médico nos garantizaba una reconstrucción completa tras nuestra licencia, lo que difuminó mis reparos iniciales. Sin embargo, no estaba seguro de que mi contrato de becario-observador llevase aparejado un seguro médico: no, al menos, uno de cobertura tan amplia. Y, además, la mercancía de Saip, extremadamente pura y de una naturaleza, aunque en sus efectos similar al Zorth, químicamente distinta, estaba más allá de lo que había probado hasta la fecha.


Algo me había impulsado a solicitar aquellas cápsulas y a colocarme la máscara. A sentarme en la mesa y esperar, sin mirar siquiera la oferta pública del local. A entrar en aquel tugurio de mala muerte, cuya puerta estaba disimulada en el exterior. A pasar de largo todos aquellos locales para turistas. A internamer en las callejuelas del puerto. A tomar el vacío transporte, en lugar del más cómodo instantáneo de la estación de transferencia. A rellenar la instancia que me había llevado, tras un larguísimo viaje, al centro del universo conocido.


Había algo en aquella mujer. Y entonces comencé a saberlo: justo en el momento en que mi cuerpo comenzaba a ser devorado por los gusanos y mis manos hormigueantes ardían, justo cuando mi piel comenzaba a mudarse y convertirse en una coraza de escamas... Si mi cuerpo no hubiera estado paralizado, si la máscara no hubiera estado obstruyendo mi garganta con aquel tubo que inyectaba en mis pulmones el delicioso veneno, me habría levantado para proclamarlo con una expresión de furia y triunfo: Es una telépata.


Pero tampoco me habría servido de nada decirlo, porque ya no estaba allí. A mi alrededor sólo había una oscura selva de altísimos árboles que balanceaban lentamente sus ramas cubiertas de enredaderas, un desierto inabarcable de arenas azules y afiladísimas, un lago de aguas ardientes y saladas cuyos vapores hacían llorar mis ojos.


Y lo recordé. Supe, inmediatamente, con mi cuerpo mortal dividido en una miríada de mundos, que aquella era la razón por la que había surgido el interdicto sobre la substancia de Saip. Recordé lo que me había dicho la Obrera en el nido natal, cuando todavía era una larva. Lo que había aprendido en la lejana Academia Vuelo espacial, antes de perder a toda mi tripulación en una discontinuidad. Lo que me dijo el trovador de rostro azulado aquella vez que estaba escuchándole aburrido en el salón del trono. Aquellas últimas palabras del Parásito antes de sumirme en el coma: Todos somos uno.


Y tuve que buscar el camino de vuelta hacia mí mismo, procurando no distraerme con los susurros que me hablaban de secretos inconfesables, de escondrijos subterráneos donde todavía podía celebrar las ceremonias del culto y de especies humanoides que creíamos extintas pero conviven con nosotros. Supe cómo descubrirlas, pero tuve que olvidarlo para no perderme en la maraña de recuerdos ajenos que me llevaban a cuerpos muertos años atrás. Con un esfuerzo ímprobo logré alzar con mis fatigados músculos dos párpados para que penetrase en mis ojos la luz.


Hice acopio de fuerzas para extraer la máscara cuyo tubo había arraigado en mis bronquios y guardé las dos cápsulas sobrantes en mi bolsillo. Deslumbrado aún, traté de orientarme —¿tan grande era aquel local?— para arrastrarme escaleras arriba, tras la cortina de plastiacero. Había desaparecido ya el monstruoso vigilante, y las calles me parecían invadidas de una luz sobrenatural, como la que se ve en un día de Mayo al atravesar una nevada entre la niebla. Me acordé de mi insecto-guía y le pedí que me dijera la hora. Habían pasado tan solo unos minutos.


Me senté en la acera y experimenté un gran cansancio. Era como si detrás de mi estuviera mi cuerpo todavía abriendo los ojos, quitándose el tubo traqueal, guardándose el veneno negro en el bolsillo. Todavía mis piernas sentían mi andar vacilante que había sido capaz, sin embargo, de atravesar las largas escaleras. Era como si, a cada momento, mi cuerpo, que se acababa de derrumbar en el suelo, volviera a golpearlo con todas sus fuerzas.


Entonces volvió a desaparecer la luz y se hizo de noche. Pero no me importó, porque tenía sueño.




©2010 J. G. Moya Y. -- Todos los derechos reservados.

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