jueves, 11 de noviembre de 2010

Llegando al puerto

Contra lo que mucha gente cree, el nombre de personas perfectas no se refiere a nuestro aspecto físico, sino al hecho de que nacemos completas —adultas y libres de envejecimiento—. Las personas perfectas fuimos concebidas como un arma de combate, y en la guerra nadie puede permitirse un arma que necesite años para crecer.

Lea Davis: Ética para personas perfectas.



Dicen que uno no conoce Pixil hasta que aterriza en el puerto, pero puede que sea un mero reclamo turístico: todos los ejecutivos, mercaderes y postulantes que van a la capital prefieren el instantáneo. El transbordador de corto alcance que nos trae desde la Estación de Transferencia está prácticamente vacío. Un hombre regordete, hablando en esa incomprensible jerga que usan en Haynaps, maneja lo que parece una cámara Blast para tomar imágenes desde el transporte. ¡Tomar imágenes uno mismo, como si no hubiera una red de satélites en los que buscar la mejor instantánea! Eso hace que uno se sienta menos cateto.


Me han dicho que debo tener cuidado con hacer exhibición de riqueza, pero no creo que eso sea un problema, pues no tengo riqueza ninguna que exhibir. El tipo gordo, en cambio, lleva collares y más collares de lo que parecen perlas mezcladas con coral. Quizá en su mundo no se consideren riquezas...


Aparte de ese hombre extravagante y de mí, sólo hay otra persona en nuestra cabina. Se trata de un Halit, una criatura azul de vaga forma humanoide que, según la enciclopedia que estuve hojeando a lo largo de mi viaje, tiene su mundo nativo en un aliado de la Tierra. Eso me hace sentir inmediatamente una vaga simpatía, del mismo modo que la jerga de Haynaps me ha hecho ver al gordo como a un ser grotesco (por favor, no me digan que no lo es). Estamos en terreno neutral, es cierto, pero he de reprimir las ganas de escupirle a la cara. En cambio, sonrío al Halit, y el Halit me sonríe a mí desde su lejana butaca.


Ya sobrevolamos la ciudad. Su inmensa cuadrícula ocupa una extensa península del tamaño de un pequeño país europeo, es decir, mucho más grande que la Isla. En el centro, un espacio cuadrangular que va agrandándose según nos acercamos marca la ubicación de la Plaza Ministerial.


Yo creía que eso de la Plaza Ministerial sería algo así como un Tian An Men, una extensión ciclópea y sin embargo abarcable por el ojo humano. Pero en ese hueco cabría mi ciudad natal.


Pasamos de largo Pixil y nos dirigimos al puerto, que atravesamos descendiendo lentamente, hasta posar la panza del aparato en el agua. Durante tres o cuatro millas nos deslizamos en línea recta y luego, trazando una amplia curva, giramos en redondo para volver hacia el hangar de descarga de pasajeros. Como último paso, los desinfectores salen de sus nichos y efectúan un barrido rápido alrededor de nuestras cabezas. Después, salimos.


El Puerto de Pixil es, igual que la ciudad, un espacio de proporciones hercúleas. La curvada avenida principal, una de las pocas calles que no mantienen el trazado ortogonal, recorre buena parte de la costa occidental de la península. Tras los enormes bloques de la primera línea —hoteles, agencias de viaje, oficinas portuarias y tiendas para turistas— se ocultan las pequeñas —pero cuadriculadas— manzanas donde tiene lugar toda la vida subterránea del barrio.


La Guía de Pixil para el Turista Incauto, distribuida por el Ministerio de Seguridad Interior de la Metrópoli y presente en todos los transportes entre la Estación de Transferencia y la capital, informa claramente de los peligros que acechan a aquel que se adentra en las callejuelas oscuras y malolientes donde vive en lumpen. Sin embargo, pocos nos molestamos en leer esa guía, y quienes la hojeamos un rato por distraernos de nuestra obsesión xenófoba hacia los haynapsianos solemos quedarnos solamente con el hormigueo de desafío que producen todos los consejos negativos.


Así que olvido los peligros, alquilo un insecto-guía que se acopla al interior de mi bulbo olfativo y me interno en el barrio de mala nota de la ciudad portuaria.




©2010 J. G. Moya Y. -- Todos los derechos reservados.

No hay comentarios:

Publicar un comentario