sábado, 22 de enero de 2011

Despertar

El urbanismo del Pixil central se basa en un diseño ortogonal. Cada manzana ocupa exactamente el mismo espacio y sus apartamentos están divididos interiormente del mismo modo. Algunos arquitectos —especialmente aquellos formados fuera de Pixl— creen que esto limita fuertemente la creatividad. Otros son capaces de jugar con sutiles combinaciones de materiales, espacios y formas para atraer la atención de constructores, compradores e inquilinos.
—de un folleto de la Inmobiliaria Imperio


Me costó mucho levantarme después de mi viaje onírico. El insecto-guía debió de estar sometiendo mi bulbo olfativo a un torrente de estímulos eléctricos y químicos durante al menos diez minutos antes de que yo consiguiera recobrar la consciencia, a juzgar por el dolor que sentí al abrir los ojos. Revisé mis bolsillos y comprobé que mi tarjeta de pago seguía en su sitio. Quizá el vómito que cubría mis ropajes había ocultado el bolsillo en que se encontraba. Intenté contactar con el insecto-guía para que me llevase a algún lugar donde pudiera ducharme. Era imposible: mi bulbo olfativo se había saturado. Pero eso tenía una ventaja: no podía oler las sustancias (ahora sentía otra, escurriéndose por mis pantalones) que me impregnaban.

La calle estaba llena de hoteles por horas. Entré en uno y, después de inquirir si tenían habitaciones con ducha, tendí a un impasible conserje mi tarjeta. Recibí a cambio una llave con un número, que utilicé para abrir una puerta. En otras circunstancias, quizá me hubiera sorprendido encontrar cerraduras mecánicas en la capital del universo conocido; en mi situación, sólo pude desear que hubiera agua caliente.

Me llevé una agradable sorpresa. En un lugar donde las duchas no competían contra los arcos de limpieza, el término "ducha" había perdido el sentido original que se le daba en la tierra. Un rápido barrido eliminó los detritus de mi cuerpo y vestimenta, y a continuación se me preguntó si deseaba adquirir un vestuario nuevo.

Como ya había gastado buena parte de mis créditos, me decidí por un modelo sencillo. Lo formaban una camisola verde que caía hasta las rodillas, unas mallas de tejido elástico negro y unos botines de suave gamuza. Mi ropa anterior fue doblada, planchada y empaquetada, después de mi negativa a reciclarla.

Como aún tenía algo de sueño, me eché una corta siesta, indicando al insecto-guía que me despertase en media hora. Después bajé a recepción y pedí una píldora estimulante. Ya estaba listo para continuar mis andanzas por la capital del universo.

Al salir observé con otros ojos la calle donde me había despertado. Hombres y mujeres, y otras cosas que parecían hombres y mujeres, con vestimenta y actitud provocativa se contoneaban delante de grupos de turistas que les hacían fotografías. Me pareció ver al tipo gordo del transbordador, con su cámara Blast. Escuché un momento y me di cuenta de que, en efecto, hablaban la lengua del Enemigo.

En otras circunstancias habría buscado una armería para barrer esa hez repugnante de la faz de la tierra, pero me hallaba ahora en un planeta neutral que tenía en muy alta estima la hospitalidad concedida a los diversos pueblos. Así que, para purificar mi alma, pregunté al insecto-guía si había en las proximidades algún santuario de culto terrestre.

El insecto-guía me informó de que existía una iglesia cristiana a cinco manzanas al norte y tres al oeste, así que decidí ir hasta allí tomando un autobús rápido en dirección noroeste y luego caminando dos largas manzanas hacia el norte.

La capilla estaba en la esquina I de la manzana, pero tuve que dar la vuelta entera al inmenso solar para averiguar que eso significaba la esquina noreste. Después, entré en el portal y pregunté a un individuo que vestía un traje blanco con chorreras y pantalones de campana. Resultó que había tenido suerte: él era el párroco de la Congregación Cristiana Universal de Cristo de las Vegas. No conocía aquella secta, pero en cualquier caso hubiera dado igual: tampoco era cristiano. Hacía mucho que había abandonado mi original catolicismo para abrazar el Culto al Ser de Fuego, y lo que buscaba en aquel templo era simplemente un lugar de paz donde rogar por la destrucción de mis enemigos. Compré un par de folletos para contribuir con el sostenimiento de la congregación y después monté en un taxi hacia la embajada terrestre.


©2010, 2011 J. G. Moya Y. -- Todos los derechos reservados.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Rondando por el puerto

La radiación de las armas zorth, convenientemente dirigida y sintonizada, puede provocar en el soldado un estado de euforia muy adecuado para el combate. Sin embargo, a medio plazo crea un estado de disociación que impide la comprensión de las órdenes y acaba por estimular la indisciplina. En cuanto a los efectos físicos, el coste de sustituir los pulmones del soldado después de la dosis máxima recomendada de 3 CEZ (cápsulas equivalentes de zorth) desaconseja su uso en los ataques masivos de infantería.

Iliana Ho: Uso militar de sustancias. Guía de Buenas Prácticas



Aunque se suponía que no era una zona turística, la trasera del puerto estaba llena de pequeños locales rebosantes de gente. Junto a sus puertas, auténticas nubes de zumboinsectos susurraban ofertas sobre una extraordinaria variedad de drogas y licores. En algunas entradas se congregaban enormes colas de personas que esperaban para entrar. Estuve pensando en incorporarme a una de ellas —al fin y al cabo, si todos querían entrar allí, es que aquel bar merecería la pena— pero finalmente decidí buscar algo más exótico.



Tres cuadras más allá de la última taberna para turistas, llamé a una puerta bajo la cual se filtraba un poco de luz. Me abrió un individuo de una especie que no conocía —un ser bípedo de unos dos metros de alto con anchos hombros y unos gruesos brazos que terminaban en tres garras— y, después de echarme un vistazo con una expresión en que se mezclaban la invitación y la sorna, me dejó bajar unas escaleras que terminaban en una gruesa cortina de plastiacero.


Al otro lado había una oscura sala donde dos docenas de seres llegados de todos los rincones del universo (aunque mayoritariamente humanos) sorbían o inhalaban silenciosamente diversas drogas sin prestar demasiada atención a la bailarina que evolucionaba en una plataforma elevada. De vez en cuando remolineaba entre las mesas una camarera de una belleza que hubiera considerado inhumana de no ser por su mirada de hielo.


Tomé asiento en un puff que, inmediatamente, se ajustó a mi cuerpo. En la mesa flotó un perfume a vainilla, sándalo y canela mientras una nube de còrpúsculos comenzaba a oscilar formando silenciosas preguntas e invitaciones. En vez de transmitir mi comanda directamente a la mesa, esperé a la camarera, como me dio la impresión que hacía el resto de la parroquia.


Cuando llegó a mi, supe inmediatamente lo que iba a pedir. No lo había pensado antes, pero cuando me miró le dije que quería una mascarilla y unas cápsulas negras de Saip.


—Es caro. ¿Está seguro de que podrá pagarlo?


Pensé en la tarjeta que me había dado la compañía. Hasta el momento, había evitado cuidadosamente cualquier gasto superfluo, así que no debería ser un problema. Saqué la tarjeta y se la tendí a la camarera. El contacto de nuestras manos sobre su superficie de seudomarfil selló el trato. Miré con tristeza la nueva cifra que aparecía en mi medio de pago y lo volví a esconder en mi bolsillo. Poco después, aquella belleza volvió junto a mi para depositar en la mesa un equipo de inhalación y tres pequeñas esferas de color negro, del tamaño de semillas de maíz. Ajusté la máscara a mi rostro, introduje una de las esferas en el equipo de inhalación y preparé mi cerebro para resistir el choque.


Durante el servicio militar había experimentado, como todos, el Zorth. El seguro médico nos garantizaba una reconstrucción completa tras nuestra licencia, lo que difuminó mis reparos iniciales. Sin embargo, no estaba seguro de que mi contrato de becario-observador llevase aparejado un seguro médico: no, al menos, uno de cobertura tan amplia. Y, además, la mercancía de Saip, extremadamente pura y de una naturaleza, aunque en sus efectos similar al Zorth, químicamente distinta, estaba más allá de lo que había probado hasta la fecha.


Algo me había impulsado a solicitar aquellas cápsulas y a colocarme la máscara. A sentarme en la mesa y esperar, sin mirar siquiera la oferta pública del local. A entrar en aquel tugurio de mala muerte, cuya puerta estaba disimulada en el exterior. A pasar de largo todos aquellos locales para turistas. A internamer en las callejuelas del puerto. A tomar el vacío transporte, en lugar del más cómodo instantáneo de la estación de transferencia. A rellenar la instancia que me había llevado, tras un larguísimo viaje, al centro del universo conocido.


Había algo en aquella mujer. Y entonces comencé a saberlo: justo en el momento en que mi cuerpo comenzaba a ser devorado por los gusanos y mis manos hormigueantes ardían, justo cuando mi piel comenzaba a mudarse y convertirse en una coraza de escamas... Si mi cuerpo no hubiera estado paralizado, si la máscara no hubiera estado obstruyendo mi garganta con aquel tubo que inyectaba en mis pulmones el delicioso veneno, me habría levantado para proclamarlo con una expresión de furia y triunfo: Es una telépata.


Pero tampoco me habría servido de nada decirlo, porque ya no estaba allí. A mi alrededor sólo había una oscura selva de altísimos árboles que balanceaban lentamente sus ramas cubiertas de enredaderas, un desierto inabarcable de arenas azules y afiladísimas, un lago de aguas ardientes y saladas cuyos vapores hacían llorar mis ojos.


Y lo recordé. Supe, inmediatamente, con mi cuerpo mortal dividido en una miríada de mundos, que aquella era la razón por la que había surgido el interdicto sobre la substancia de Saip. Recordé lo que me había dicho la Obrera en el nido natal, cuando todavía era una larva. Lo que había aprendido en la lejana Academia Vuelo espacial, antes de perder a toda mi tripulación en una discontinuidad. Lo que me dijo el trovador de rostro azulado aquella vez que estaba escuchándole aburrido en el salón del trono. Aquellas últimas palabras del Parásito antes de sumirme en el coma: Todos somos uno.


Y tuve que buscar el camino de vuelta hacia mí mismo, procurando no distraerme con los susurros que me hablaban de secretos inconfesables, de escondrijos subterráneos donde todavía podía celebrar las ceremonias del culto y de especies humanoides que creíamos extintas pero conviven con nosotros. Supe cómo descubrirlas, pero tuve que olvidarlo para no perderme en la maraña de recuerdos ajenos que me llevaban a cuerpos muertos años atrás. Con un esfuerzo ímprobo logré alzar con mis fatigados músculos dos párpados para que penetrase en mis ojos la luz.


Hice acopio de fuerzas para extraer la máscara cuyo tubo había arraigado en mis bronquios y guardé las dos cápsulas sobrantes en mi bolsillo. Deslumbrado aún, traté de orientarme —¿tan grande era aquel local?— para arrastrarme escaleras arriba, tras la cortina de plastiacero. Había desaparecido ya el monstruoso vigilante, y las calles me parecían invadidas de una luz sobrenatural, como la que se ve en un día de Mayo al atravesar una nevada entre la niebla. Me acordé de mi insecto-guía y le pedí que me dijera la hora. Habían pasado tan solo unos minutos.


Me senté en la acera y experimenté un gran cansancio. Era como si detrás de mi estuviera mi cuerpo todavía abriendo los ojos, quitándose el tubo traqueal, guardándose el veneno negro en el bolsillo. Todavía mis piernas sentían mi andar vacilante que había sido capaz, sin embargo, de atravesar las largas escaleras. Era como si, a cada momento, mi cuerpo, que se acababa de derrumbar en el suelo, volviera a golpearlo con todas sus fuerzas.


Entonces volvió a desaparecer la luz y se hizo de noche. Pero no me importó, porque tenía sueño.




©2010 J. G. Moya Y. -- Todos los derechos reservados.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Llegando al puerto

Contra lo que mucha gente cree, el nombre de personas perfectas no se refiere a nuestro aspecto físico, sino al hecho de que nacemos completas —adultas y libres de envejecimiento—. Las personas perfectas fuimos concebidas como un arma de combate, y en la guerra nadie puede permitirse un arma que necesite años para crecer.

Lea Davis: Ética para personas perfectas.



Dicen que uno no conoce Pixil hasta que aterriza en el puerto, pero puede que sea un mero reclamo turístico: todos los ejecutivos, mercaderes y postulantes que van a la capital prefieren el instantáneo. El transbordador de corto alcance que nos trae desde la Estación de Transferencia está prácticamente vacío. Un hombre regordete, hablando en esa incomprensible jerga que usan en Haynaps, maneja lo que parece una cámara Blast para tomar imágenes desde el transporte. ¡Tomar imágenes uno mismo, como si no hubiera una red de satélites en los que buscar la mejor instantánea! Eso hace que uno se sienta menos cateto.


Me han dicho que debo tener cuidado con hacer exhibición de riqueza, pero no creo que eso sea un problema, pues no tengo riqueza ninguna que exhibir. El tipo gordo, en cambio, lleva collares y más collares de lo que parecen perlas mezcladas con coral. Quizá en su mundo no se consideren riquezas...


Aparte de ese hombre extravagante y de mí, sólo hay otra persona en nuestra cabina. Se trata de un Halit, una criatura azul de vaga forma humanoide que, según la enciclopedia que estuve hojeando a lo largo de mi viaje, tiene su mundo nativo en un aliado de la Tierra. Eso me hace sentir inmediatamente una vaga simpatía, del mismo modo que la jerga de Haynaps me ha hecho ver al gordo como a un ser grotesco (por favor, no me digan que no lo es). Estamos en terreno neutral, es cierto, pero he de reprimir las ganas de escupirle a la cara. En cambio, sonrío al Halit, y el Halit me sonríe a mí desde su lejana butaca.


Ya sobrevolamos la ciudad. Su inmensa cuadrícula ocupa una extensa península del tamaño de un pequeño país europeo, es decir, mucho más grande que la Isla. En el centro, un espacio cuadrangular que va agrandándose según nos acercamos marca la ubicación de la Plaza Ministerial.


Yo creía que eso de la Plaza Ministerial sería algo así como un Tian An Men, una extensión ciclópea y sin embargo abarcable por el ojo humano. Pero en ese hueco cabría mi ciudad natal.


Pasamos de largo Pixil y nos dirigimos al puerto, que atravesamos descendiendo lentamente, hasta posar la panza del aparato en el agua. Durante tres o cuatro millas nos deslizamos en línea recta y luego, trazando una amplia curva, giramos en redondo para volver hacia el hangar de descarga de pasajeros. Como último paso, los desinfectores salen de sus nichos y efectúan un barrido rápido alrededor de nuestras cabezas. Después, salimos.


El Puerto de Pixil es, igual que la ciudad, un espacio de proporciones hercúleas. La curvada avenida principal, una de las pocas calles que no mantienen el trazado ortogonal, recorre buena parte de la costa occidental de la península. Tras los enormes bloques de la primera línea —hoteles, agencias de viaje, oficinas portuarias y tiendas para turistas— se ocultan las pequeñas —pero cuadriculadas— manzanas donde tiene lugar toda la vida subterránea del barrio.


La Guía de Pixil para el Turista Incauto, distribuida por el Ministerio de Seguridad Interior de la Metrópoli y presente en todos los transportes entre la Estación de Transferencia y la capital, informa claramente de los peligros que acechan a aquel que se adentra en las callejuelas oscuras y malolientes donde vive en lumpen. Sin embargo, pocos nos molestamos en leer esa guía, y quienes la hojeamos un rato por distraernos de nuestra obsesión xenófoba hacia los haynapsianos solemos quedarnos solamente con el hormigueo de desafío que producen todos los consejos negativos.


Así que olvido los peligros, alquilo un insecto-guía que se acopla al interior de mi bulbo olfativo y me interno en el barrio de mala nota de la ciudad portuaria.




©2010 J. G. Moya Y. -- Todos los derechos reservados.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Guía del imperio

La plaza de los ministerios de Pixil es el conjunto monumental más visitado del universo. En su amplio rectángulo se concentran gentes de todos los lugares del imperio, y visitantes de más allá de sus fronteras. La inmensa mole del Palacio Imperial, que domina el conjunto, exalta la imaginación de los turistas. Quién sabe qué oscuras maquinaciones se están fraguando ahora mismo en los divanes de la sala del trono, o tras las celosías del gineceo del emperador.
Guía del Imperio. Pixil

No es fácil llegar a Pixil desde la Tierra. No hay transporte directo en instantáneo, pues los habitantes de los Mundos Jóvenes estamos sometidos a una extraña cuarentena. Después de ir en avión a St. Brendan, debemos coger un transbordador hacia Deimos, y de ahí un instantáneo a La Puerta, que es el punto más cercano entre los mundos de la administración Terrestre y el Imperio. Si no hay ningún problema a lo largo del trayecto —dicen que el Enemigo suele colocar distorsionadores de instantáneo que provocan la pérdida de algunas vidas alrededor de La Puerta—, podemos subirnos a continuación al Transporte de Frontera.


Quienes no han visitado el Sistema Solar suelen opinar que el Transporte de Frontera es un medio bastante incómodo y deficiente. Sin embargo, su velocidad y amplitud superan con mucho los estándares a los que nosotros estamos habituados. En apenas un par de meses podemos recorrer la enorme distancia que hay entre La Puerta y la Aduana de Salate, donde, una vez registrados nuestros equipajes y pasados los aros de desinfección, podemos entrar al instantáneo de Pixil.


Sin embargo, por motivos de seguridad, los instantáneos de Salate no dejan al pasajero en la ciudad de Pixil, sino en la Estación de Transferencia, un complejo recreativo situado en una de las tres lunas del planeta. Allí se toma un segundo instantáneo, o bien un transbordador rápido hacia el puerto.


Como ven, no es un viaje demasiado cómodo. La primera etapa es aburrida: quizá demasiado. El transbordador a Deimos, por ejemplo, sobrevive a duras penas como un servicio subvencionado por el estado. Sólo uno o dos funcionarios aburridos y algún agente comercial con autorización de la Secretaría de Mundos Jóvenes pueden ayudarnos a mitigar el aburrimiento del largo viaje a Deimos. El transbordador tendría más tráfico si el instantáneo de Deimos fuera más fiable: las estadísticas de error en tránsito exceden, desde hace cincuenta años, el valor recomendado del 200 por millón. De todas las estaciones de instantáneo de los mundos jóvenes, Deimos es la menos fiable, pero también es la única autorizada para enviar pasajeros a La Puerta.


Durante mi primer viaje en transbordador (tenía yo por entonces unos veinte años, y todavía creía en la bondad del universo) conocí a una inspectora de la Secretaría de Mundos Jóvenes que había estado sirviendo, la mayor parte de su vida, en la embajada terrestre de Pixil. Era una gran conversadora, aunque he de reconocer que mi fascinación por ella se debió, más que a sus anécdotas de la vida diplomática, a las espléndidas formas que conservaba a pesar de su avanzada edad. Aún no había oído hablar de bioescultura, ni de personas perfectas, y no podía creer que aquella belleza, que aparentaba tener menos de treinta años, hubiera realizado ya cuatro o cinco veces el Gran Tour. Estaba convencido de que se trataba de una bella charlatana que trataba de embaucarme con su cháchara acerca de intrigas palaciegas, burocracia administrativa, paraísos turísticos y peligros nocturnos. Por eso no me tomé en serio sus advertencias acerca del Puerto.